martes, 3 de enero de 2012

“El Cerco de Púas” de Juan Gutiérrez-Maupomé.


Texto publicado originalmente en “Ojarasca” de La Jornada en 1997. Está aquí para dar a conocer un punto de vista más sobre la situación actual de Los Kiliwas, es una situación que viven los pueblos indígenas del norte. Léanlo porque vale mucho la pena. El texto es reproducido íntegro con el permiso de su autor.
En el desierto hay un cerco de alambre de púas.
Ahí, en el cerco, hay un letrero que reza: “Ejido Kiliwas. Habitantes: 49. Prohibido cazar o sacar leña…”. Del lado de adentro del cerco se miran piedras, cerros pelones, biznagas, palmillas. A lo lejos corre un conejo espantado por la presencia humana. Con suerte se mira un coyote. Dicen que, de vez en cuando, puede verse un puma, un gato montés, algún venado. Ya nadie menciona al borrego cimarrón, antiguo compañero de vida, ahora refugiado en algunos riscos de la sierra de San Pedro Mártir, que hoy queda del otro lado del cerco.
En esa tierra que se mira dentro del cerco, en ese ejido que lleva su nombre, viven los Kiliwas. Son nueve. Dos de ellos viven fuera del ejido, por enfermedad, o por auto exilio. Cruz Ochurte, el último capitán de los Kiliwa, vive al otro extremo del valle, cerca del asentamiento mestizo de la Trinidad. Desde su casa, en lo alto de un lomerío, puede contemplar lo que alguna vez fué el corazón ritual de su cultura. De los Ochurte, quedan tres hermanos. De los Espinoza aun viven seis personas. Son todos los Kiliwas. El resto de los pobladores del ejido son mestizos, en su mayoría procedentes de otras tierras, tan lejanas como Oaxaca, Michoacán o Sinaloa; algunos de ellos son descendientes de la rama femenina de los Kiliwa.
En este siglo de luces y sombras, de modernidad y extermino tecnificado, se despliega ante los ojos de quien lo quiera ver un proceso de genocidio. Es el México moderno, el de la antesala del primer mundo, el de la reforma al artículo 27, el avasallador México de la máxima ganancia al menor costo y la “productividad” a cualquier precio. Algunos le llaman calidad total.
Ahí, dentro del cerco, en ese ejido que semeja reservación estadounidense, campo de concentración del lento exterminio, no queda sino preguntarse cómo se llegó hasta aquí, quiénes son éstos hombres que dejaron de tener hijos cuando se hizo imposible la trashumancia de su historia de siglos, quiénes son estas mujeres que relatan, en su vejez, la muerte de un hijo tras otro, hasta completar doce, todos ellos de cosas como la neumonía, la tuberculosis, las infecciones intestinales, o simple y llanamente el hambre. Son mujeres que se casaron con fuereños, con mestizos venidos de rincones lejanos. Mujeres y hombres que miran esas piedras, esas biznagas, ese ocasional conejo que corre al paso del tiempo de la espera de la muerte.
La situación es ya insostenible en el Ejido Kiliwas. La frase no es del todo cierta. Por lo menos, no lo es para todos los integrantes del Ejido. Hay que trazar una línea: la situación es insostenible para los Kiliwa originales: Doña Cleotilde languidece a sus 84 años en un hospital de Tecate, Doña Pola vive su vejez en su paraje, en compañía de su hermano, Cirilo, víctima del alcohol, el crack, los cristales, y con su hijo, Eusebio, que sigue los pasos de su tío. Más arriba, en un rancho llamado La Parra, asentamiento tradicional de su familia, vive José Ochurte, con la ocasional compañía de Teodoro, su hermano mayor, incapaz ya de realizar esfuerzo alguno, y de una treintena de chivas que son su sustento. Ninguno tiene trabajo regular o medios de ganarse la vida. Cerca de la casa ejidal vive Natalia, con su sobrino Porfirio.
En territorio Kiliwa operan en paralelo las sectas evangélicas, los nuevos dueños de la tierra, los antropólogos fundamentalistas promotores de tradiciones inexistentes, las instituciones públicas y los narcotraficantes, así como las empresas extranjeras y los infaltables intermediarios. La explotación de la palmilla y la jojoba, fuente ocasional de ingresos, sigue el patrón del resto del país: el que menos ingresos obtiene es quien la trabaja. El primer intermediario (ahora también ejidatario) es el dueño del camión que permite bajar la planta cortada hasta el sitio al que puede llegar un trailer. Después están el trailero y los ingenieros cuyo estudio es indispensable para obtener el permiso de corte otorgado por el gobierno, sigue la empresa de acopio en el lado mexicano de la frontera y posteriormente, la empresa procesadora estadounidense. Al sol enervante del desierto, la gente trabaja haciendo apenas una pausa para beber el refresco que vende la propia autoridad junto con el dueño del camión que ostenta en su puerta con orgullo su nombre: “el Kiliwa”. Cobra 10 dólares el viaje de tres kilómetros entre la zona de corte y la casa donde se hace el acopio en espera del trailer. El trailero cobra 15 dólares por tonelada transportada. Los ingenieros otro tanto por tonelada, a pesar de haber terminado el estudio hace tres años. Habrá que pagar, además, impuestos y permisos. El resto se divide entre quienes trabajan en el corte y la repartición de utilidades entre los ejidatarios. La distribución de ingresos se revela sola: el dueño del camión, mestizo avecindado en el ejido, y ahora ejidatario, cobra por viaje, por trabajo, por utilidad y por los refrescos. Eusebio, Kiliwa nacido en Arroyo de León, sólo cobra por su trabajo, menos lo que haya consumido de líquido para sostenerse en pié durante el corte y la estiba, a 48 grados centígrados, temperatura ambiente.
La memoria viva todavía alcanza para recordar el tiempo cuando la tierra no tenía dueños. ¿Cómo podría tenerlos? ¿Quién podría hacerse dueño del aire, la tierra, el agua o el fuego? La tierra está ahí, es de todos, de quien la ocupa por un tiempo, de quien camina por ella, de quien la mira, de quien la recuerda. Si fuese de alguien, la tierra sería de Mayak K’uyak y los primeros dioses que hicieron el mundo; sus hijos, los hombres, están para mantener la vida, para conservar el mundo, no para poseerlo. La tierra es el espacio donde yacen las partes del cuerpo, es el universo en el que se mueven los hombres para encontrar el piñón y la miel, para llegarse a la costa y sacar del mar el alimento; es donde se encuentran los frutos y la madera para entibiar el invierno. En ella abren sus ojos los aguajes, en ella vive el conejo, el coyote, el borrego cimarrón. La tierra es el espacio de la trashumancia, de aguaje en aguaje, siguiendo las estaciones que pautan el sustento cotidiano, la riqueza temporal de cada una de sus fuentes. Es donde se canta y recrea la memoria histórica que se remonta a los tiempos del origen.  Hoy, la tierra está cortada por cercas de alambre de púas. La tierra ahora tiene dueños, dispuestos a defender su propiedad con sangre. Ahora hay que pedir permiso, si uno quiere buscar piñones en el bosque, si uno quiere buscar la leña, si uno busca el agua para beber, si uno quiere acercarse a donde yacen los muertos.
Hay una paradoja, profundamente desconcertante: para quienes la tierra no era susceptible de forma alguna de posesión, la propiedad de un pedazo de tierra se torna única posibilidad de subsistencia. Su pérdida simboliza la muerte definitiva de la cultura, su preservación, la muerte relativa por mestizaje.
La historia es simple. Para los Kiliwa, la tierra no era poseíble, de ahí que hayan permitido los asentamientos de fuereños sin protesta alguna. Un día, se ven acorralados, rodeados de ejidos, ranchos, pequeñas propiedades. De pronto, sólo la apropiación de un pedazo de tierra hace posible la supervivencia. La última gran batalla Kiliwa es por la posesión del territorio sagrado. Cruz Ochurte pelea por un espacio determinado, no por una cantidad específica de tierra. Busca el Cerro Borrego, los aguajes, los puntos cardinales que le dan origen y sentido al universo. No transige, no negocia. Es el corazón ritual, el alma de la cultura. Es buena tierra para la vida. La batalla dura treinta años y se escenifica en diversas oficinas de gobierno: desde las autoridades municipales hasta los encuentros con tres presidentes de la República. Pasa por las ventanillas de la Reforma Agraria y las salas de espera de Instituto Nacional Indigenista, recorre encuentros internacionales y despachos de abogados. Son 30 años buscando que se cumpla la palabra soltada al viento por el General Cárdenas una tarde de otoño en el desierto: esta tierra es de los Kiliwa… Es una guerra larga, dolorosa, que se pierde, batalla tras batalla, en los subterfugios de la burocracia gubernamental, los intereses que rigen la política oficial. Es cuestión de dinero, dice Cruz, con la misma risa entrecortada por toses de pulmones cansados con que habla de que ya todo ha terminado, incluso la muerte. Aquí, nos dice, quien tiene dinero tiene razón, compra justicia, ejecuta resoluciones presidenciales. ¿Y uno que tiene? Pues nada, y así se queda, sin nada. La presión conjunta de terratenientes, ejidatarios que son migrantes avecindados en la zona, ganaderos, pequeños propietarios y la eficiente asesoría  de los mejores exponentes de la Reforma Agraria y del indigenismo oficial terminan por imponer su voluntad. Cruz Ochurte renuncia a su capitanía Kiliwa, y, con el voto mayoritario de los mestizos, en las tierras colaterales, en las laderas desérticas de la sierra, se crea el ejido y se establece la nueva autoridad, desde un principio en manos de los mestizos. ¿Qué se perdió? El tesoro, dice Cruz. Se perdió el piñón, la madera, la leña, el agua, el venado y el borrego, se perdió la tierra donde moran los muertos y donde yace el origen del mundo. Lo que sigue es la muerte más absoluta.
Para un grupo nómada, o cazador-recolector, el proceso de sedentarización forzada o inducida, representa el final de la vida. Los Kiliwa, hijos del viento, que seguían un ciclo de vida siguiendo los avatares de la cacería y la recolección, se encuentran en un espacio cerrado, comienzan entonces a morir. La pérdida del territorio es el punto de cambio. Ahora los asentamientos son, por necesidad, más permanentes. Se vive en vecindad más estrecha. Aparecen las iglesias como centros de un espacio de vida. Aparece la casa ejidal, como centro de reunión, como espacio del poder político, en paulatina sustitución de los aguajes. Con las sectas religiosas protestantes, llegan las escuelas, explícitamente dedicadas a mantener aquello que es aceptable a ojos de su evangelio, y borrar lo que no lo es. Ahora se habla ya de la construcción de un asentamiento permanente, con casas prefabricadas de diseño norteamericano. Son los viejos símbolos de la opresión colonial en el norte: la iglesia, el espacio del poder, la escuela religiosa, el poblado. Es la reiteración del viejo proceso. El padre Newman lo describe para el siglo 16 y 17 en la Tarahumara. Para quienes no se someten, sólo se ofrece la muerte: los Jovas, los Janos… Los Kiliwa.
Hay otra paradoja: donde no se escribe, las palabras son el corazón de la cultura. En ellas se deposita la memoria, la visión del mundo, el relato del origen y la historia de los linajes. Allí donde no se escribe, donde se hablan las historias y la memoria permanece guardada en las palabras que se recuerdan, la poesía, el canto, la letanía, preservan culturas y tradiciones, historia y mitología. En ellas, las palabras, el corazón de la cultura florece. Lo que se dice es lo que permanece.
Entre los pueblos nómadas el canto es el centro de la tradición que da cuerpo e identidad. Cada grupo tiene su propia lengua, su propia palabra. Sonaja en mano, el cantador dirige la danza, dirige la ceremonia. Sus palabras guían los pasos, recuerdan a todos la historia, van dando forma al pensamiento de los mas pequeños.
Cada generación tiene su cantador, su contador de la historia, su depositario de las formas de la identidad. Cada generación recrea el origen, reorganiza el conocimiento, encuentra las formas de la subsistencia.  En el cantador y su memoria, reposa la posibilidad de futuro, abierta por el registro de lo pasado. El cantador y su canto son la herramienta y la narración más importante del grupo humano. Sin él, muere la cultura toda, esa es su importancia, y en ella se encierra la tragedia que aquí se narra. Es un proceso de muerte, y en algunos aspectos, de cambio. La muerte de Trinidad Ochurte, último de los cantadores Kiliwa, ocurrida en 1994, es símbolo de este proceso, y su expresión definitiva. Con la muerte de Trinidad Ochurte, se fue el canto, se fue la voz, se fue el conocimiento, se murió la historia.
Con la mirada fija sobre el Valle de la Trinidad, Baja California Norte, Cruz respira antes de dar una respuesta… Vienen demasiado tarde… Quizá si hubieran llegado hace 50 años, cuando todavía se podía hacer algo, pero ya no, ya no hay nada, ya no tiene caso. Sonríe.
Juan Gutiérrez-Maupomé.

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